Situada
a la vera de los rios Caldearés y Bolática, la villa panticuta ha sido
desfigurada por construcciones foráneas que han desdibuja-do su antigua
fisonomía. Sin embargo, merece la pena visitar su iglesia dedicada a
la Asunción, gótico tardío, de tres naves con bóvedas estrelladas. Sus
retablos, salvados de un incendio, y pequeñas joyas de orfebrería y
enseres litúrgicos, convenientemente guardados en vitrinas, bien merecen
su visita. Además de su iglesia, al viajero le apetecerá perderse por
sus callejas para admirar pequeñas joyas de la arquitectura popular.
Portaladas lujosamente decoradas con escudos, motivos florales o manos
en altorrelieve como si el constructor o el amo de esas casas hubieran
querido dejar bien claro a quien pertenecían.
Llegará a las modernas instalaciones
de la éstación de esquí desde donde, en invierno, podrá disfrutar de
las 38 pistas de diversa dificultad que se despliegan bajo la atenta
mirada del pico Sabocos. Acurrucado, como si su antigua sencillez le
produjera temor ante la modernidad de las instalaciones de la telecabina
~que también funciona en verano~, podrá admirar el llamado puente viejo,
construido en 1556. De camino al Balneario de Panticosa, el viajero
se detendrá en la ermita de San Salvador, emplazada dentro del actual
cementerio, y admirará un tímpano románico donde verá dos cruces y un
crismón, símbolo sencillo y que, sin embargo, encierra la síntesis del
credo cristiano.
En la tortuosa carretera que lleva
al balneario, observará
que la naturaleza del terreno ha cambiado, ya no se ven calizas pardas
torturadas por la erosión o suaves lomas cubiertas de hierba, sino que
está entrando en el dominio de los granitos. Rocas viejas, que se formaron
en el corazón de la tierra y que, como una gigantesca burbuja, salieron
al exterior en el plegamiento alpino. Si es observador, verá que la
vegetación ha cambiado. Ya no son los suntuosos bosques de caducifolias
ni los espesos pinares de pino silvestre los que le acompañan. Ahora
le escoltan en su viaje las plantas de altura: pinos negros, enebros,
azaleas y arándanos sobreviven en estas alturas aguantando tormentas,
aludes y grandes nevadas.
En esto irá pensando cuando, de
repente, aparecerá ante él, como una turquesa engarzada en una corona
de roca, el Ibón de los Baños. A sus orillas, agazapados bajo montañas
que sobrepasan los 3.000 metros, los edificios del balneario. Hoteles,
restaurantes, tiendas, el casino o los pabellones de las fuentes termales,
conservan un sabor de lujo decimonónico en el que merece la pena recrearse.
Sin saberlo, el viajero habrá seguido el mismo camino que usaron gentes
romanas que ya aprovechaban las bondades de esta agua sulfurosas y calientes
y que, de alguna manera, quisieron agradecer a sus dioses las virtudes
del lugar arrojando monedas a un pozo. En recuerdo a esto existe la
fuente de Tiberio, por ser de éste emperador las monedas aparecidas
al realizar obras de encauzamiento en el manantial. Un ambicioso proyecto
pretende devolver a este lugar su antiguo esplendor mediante la restauración
y adecuación a las comodidades actuales de los viejos hoteles e instalaciones
termales.
Si el viajero tiene espíritu aventurero,
se calzará las botas y podrá ascender a picos de mas de 3.000 metros
con nombres tan sugerentes como Picos del Infierno, Garmo Negro o Argualas.
O subirá a visitar uno de los 23 ibones glaciares que atesoran en cada
recoveco estos montes. Como el de Bachimaña cuyo topónimo procede del
latín «Vallem magnam» -valle grande-, para que no quede duda alguna
de la presencia de gentes del imperio por estos pagos.
Texto
y fotos de José Miguel Navarro en "Viajar por Aragón". Heraldo de Aragón.
nº 4. Julio 2001.
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